He vivido los años suficientes como para desconfiar de todo el mundo, sospechar que siempre hay dobleces en el comportamiento humano y que la mayoría de la gente es, entre un poco y bastante, cabrona.
Si se me permite una autocita bastante cínica:
Los otros, tarde o temprano, terminan desvelándose como unos magníficos hijos de puta.
Pero no todo el mundo es un asco. He conocido personas básicamente buenas. Que no hacen daño a nadie, que se comportan de manera sencilla y amable. No he encontrado muchos ejemplares de este tipo en el mundo empresarial, donde siempre me he topado con depredadores, psicópatas y medradores sin medida, cuando no bastardos que deberían estar en la cárcel.
Últimamente me rodeo más de gente que corre en camiseta que de gente que depreda en oficinas con corbatas de Hermès y mucha gilipollez. No quiero decir que alguien por el mero hecho de correr se convierta en buena persona. En cualquier colectivo (corredores, malabaristas, oceanógrafos, cajeras de supermercado, visitadores médicos, etc.) el 99% de sus integrantes bien podría estar encerrado en prisiones de máxima seguridad o bien servir de comida para cerdos.
Vale, ya sé, soy muy extremista y estoy medio loco; sí, sin el medio. Pero tengo razón.
A lo que iba; que he ido conociendo estos años a gente muy buena, muy válida y de la que me alegro de ver de tanto en cuando y de seguir en contacto. No caeré en poesías de llamarlos amigos, porque desde hace mucho tiempo mi sucio y podrido corazón ya no tiene huecos para esas cosas, pero los aprecio de verdad y me alegran sus alegrías y me entristecen sus penas.
Hoy he corrido un rato con tres de ellos:
Jorge, Jesús y Paco en la CdC
Son buena gente.
Las crónicas del buey herido 